Por: Jorge O. Veliz / Alejo Iglesias
La verdad es un lejano horizonte al que se viaja mejor acompañado: hay buenas razones para seguir apostando al diálogo como vivencia fundamental de la aspiración al conocimiento.
“Es peor que el peligro de la muerte
el de creer saber lo que no se sabe”.
Sócrates
Así como las Guerras Médicas representaron el ocaso de la vida social tal como se la conocía, el Siglo de Oro de Pericles, con su prosperidad y su esplendor cultural, impulsó a la sociedad griega (principalmente en Atenas) a reconstruir sus estructuras. La tarea prometía ser ardua pero apasionante: la moral (es decir, los criterios convencionales por el que un pueblo mantiene un acuerdo mayoritario sobre qué está bien o mal hacer) y las instituciones (es decir, la fijación de esos criterios en normas formales de alcance público) debían ser repensadas.
Esta referencia histórica nos recuerda que cuanto más profunda es la crisis de los valores, más necesario se vuelve el pensamiento filosófico sobre la Ética.
En medio de tal ebullición social surge la figura de Sócrates. Ante los acalorados debates sobre el destino de la convivencia social, él aportó dos exigencias clave para que el procedimiento resultara productivo y no desembocara en conflictos irresolubles o confrontaciones violentas:
. La primera: el diálogo como método del pensamiento racional. Para alcanzar la razón, tenemos que volvernos capaces de expresar nuestras convicciones, para evaluar si podemos acordarlas con nuestros prójimos o modificarlas por sus aportes. Aquí nace el rasgo distintivo del discurso filosófico: la argumentación.
Se dice que Sócrates no escribió ninguna obra porque creía que cada uno debía desarrollar sus propios pensamientos. Se valió de lo que denominó mayéutica: un método basado en la elaboración de preguntas que inducían a sus alumnos a la reflexión y resolución del problema planteado. Sócrates, adoptando la postura del ignorante, direccionaba el diálogo con sus interlocutores a fin de poner en evidencia la falsedad o incongruencia de sus afirmaciones. Ese procedimiento se conoce como “ironía socrática” y quedó expresado claramente en su célebre frase “Sólo sé que no sé nada”. La obra oral de Sócrates fue testimoniada por Platón en escritos que inauguraron un género ya legendario: los Diálogos.
. La segunda: la distinción entre conocimiento y opiniones.
Sus colegas creían contar con gran sabiduría; Sócrates, en cambio, era consciente tanto de la ignorancia que le rodeaba como de la suya propia. Esto lo llevó a tratar de hacer pensar a la gente sobre la diferencia entre opinión y conocimiento. Para alcanzar la razón, tenemos que depurar nuestras convicciones de sus componentes psicológicos, esto es, emprender el arduo camino de la pureza lógica.
Poniendo en práctica estos dos requisitos metodológicos, transitaremos un camino racional hacia la verdad: ella será el resultado de corregir nuestros errores junto a nuestros prójimos, es decir, de habernos librado dialógicamente de los dogmas. Sócrates nos está proponiendo el primer desafío para ser racionales: el viaje epistémico (alcanzar conocimiento y descartar opiniones erróneas) y el viaje ético (no prejuzgar ni valorar la opinión del otro hasta demostrar su validez o invalidez lógica) debemos transitarlos al mismo tiempo.
El Signo de Interrogación te propone seguir pensando:
¿Pones en duda, a través del diálogo, tus propias convicciones para revisar si se basan en verdades?