El Padre y el Hijo, personajes literarios

Breve aproximación de un lector peregrino

Por: Marcos Funes Peralta




articulo

26/09/2022

Resumen

El autor, profesor de letras y escritor publicado en varias ocasiones, nos invita a una reflexión teológica detonada a partir de frondosas lecturas literarias. 


Hace aproximadamente quince años, un ex-compañero de la secundaria que había estudiado en la Universidad Católica de Córdoba me habló de la visita realizada por José Saramago a esta casa de altos estudios para recibir un doctorado honoris causa.  Por aquel entonces yo no había leído nada de este famoso escritor portugués, pero conocía el dato trivial de que profesaba el ateísmo.  Le dije a mi amigo que se debía haber confundido de escritor… ¿cómo la UCC iba a conferirle un grado honorífico a un ateo?  No solo me reafirmó esta circunstancia sino que también se enorgulleció de haberle estrechado la mano.  A pesar de que Saramago visitó nuestro país en varias oportunidades, no he encontrado en la web datos que den cuenta de esta visita a la católica institución mediterránea.  Lo más lógico y probable es que nunca haya sucedido, pero me divierte pensar que, en efecto, tal disparatado desafío entre académicos haya tenido lugar.

Más adelante en el tiempo, leí Ensayo sobre la ceguera, novela que me fascinó.  El año pasado finalmente encaré El evangelio según Jesucristo, ejemplar que conseguí usado en alguna feria de libros viejos que suelo recorrer.  Mi lectura previa había sido Cordero, del británico Christopher Moore.  Casualidad.  He aquí, en ambos libros (¿resulta válido en este punto calificarlos de spin-offs de los Evangelios?) el personaje literario más interesante por el que jamás nadie haya reclamado derechos de autor.  Jesús de Nazaret podrá ser una divinidad para miles de millones de personas.  Yo me atrevo a decretarlo un antihéroe, categoría que la literatura usa para definir a los personajes que,  cuando deben tomar decisiones importantes, contemplan toda la gama de los grises desde el punto de vista ético.

El libro de Moore me habló de un Jesús amigo, pero no de ese amigo que se aprecia en las canciones de culto religioso como epítome de lealtad, sino del amigo medio torpe y de buen corazón que te hace la segunda aun sabiendo que estás condenado al fracaso.  En el libro de Saramago, en cambio, el nazareno es un rebelde, un tipo que crece al lado de lo que en la Palestina romana bien podría haberse denominado judenproletariat y gana la experiencia necesaria para animarse a decir lo que piensa (en este sentido, la similitud con La última tentación de Cristo, de Kazantzakis y llevada al cine por Scorsese, es innegable).  El antihéroe se guía por sus propios valores morales porque cree en una idea personal de justicia.  ¿Contra quién hay que rebelarse, entonces?  Moore se desliza con maestría por el género del fantasy y le aporta finísimos toques de sátira incapaces de acusar al lector de haber caído en el pecado.  Saramago delinea su drama con un realismo descarnado de trazo grueso (un realismo bíblico, una mitología para ser leída y comprendida como los antiguos).  Moore esquiva el problema del Padre dejándolo allá en el cielo, mirando cómo todo sucede, apareciendo de tanto en tanto cuando la ineptitud de los ángeles desvía a su amado Jesús del camino.  Saramago hace del Padre un villano maquiavélico.  “Hombres, perdónenlo”, dice el Hijo en la cruz, “porque no sabe lo que hizo”.

En una era donde el concepto de “Dios”, con mayúscula, está atravesado por la interminable danza posmoderna de las nuevas espiritualidades con cada vez más condimentos de la guerra cultural, pensar al Padre de Saramago como un villano literario me parece, más que una invitación a la lectura de esta encomiable novela, una observación sobre la reverencia hacia lo establecido, observación en el sentido de asterisco incómodo, de reprimenda.  Que Dios le diga a su hijo: “Si cumples bien tu papel, es decir, el papel que te he reservado en mi plan, estoy segurísimo de que en poco más de media docena de siglos (…) pasaré de dios de los hebreos a dios de los que llamaremos católicos, a la griega”, o le anuncie que su rol será “el de mártir, hijo mío, el de víctima, que es lo mejor que hay para difundir una creencia y enfervorizar una fe”, habla de un plan macabro. 

¿Sacrificar al hijo?  Si lo hace Dios, entonces se le debe reverencia.  El personaje del Pastor, Satanás, reafirma: “Es necesario ser Dios para que le guste tanto la sangre”.  Saramago hace que Jesús de Nazaret le reproche a Yahweh, el dios hebreo que se impuso a El y a Baal, su destino de cruz; lo aceptará, por supuesto, y el final es el que todos conocemos, con un giro retórico que cierra el círculo de la villanía.  En el terreno de la literatura, Dios Padre puede ser hasta el chivo expiatorio de la humanidad.

El trazo grueso de Saramago grita ateísmo militante, anticlericalismo materializado en praxis política, un Jesús guevarista, un Dios Padre opresor.  Nuestro tiempo parece haber atenuado aquella enfervorizada reverencia que la propia literatura gestó desde la compilación de la Torá durante el exilio babilónico de los israelitas.  El mérito de Saramago no consiste en escandalizar los espíritus, sino en sumar una cuestión moral, que algunos llamarán herética, al maremágnum de burbujas que flotan, con el nombre de Dios, en el caos de un mundo de instituciones a la carta.  Y hacerlo con la herramienta estilística de la palabra, cuyo sacudón al lector es un “despertate, ponete un minuto a pensar en qué creés”, suma varios puntos.  Pero Christopher Moore es más sutil, y se gana mi recomendación:

Al salir del olivar, Joshua levantó una mano y me dijo:

– Dios ha dejado un mensaje.

– Es una lagartija – le dije yo.  Y lo era.  Joshua sostenía una lagartija pequeña en la mano extendida.

– Sí, ese es el mensaje.  ¿Es que no lo entiendes?

 

Marcos Funes Peralta

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